Caravana celeste y roja es el primer relato de una gran escritora que aceptó ser parte de este recorrido por el mundo del fútbol y las palabras. Para comenzar a saborear el gran Clásico de Avellaneda, Viole preparó este texto exclusivo que nos hará viajar un poco en el tiempo.
Lo que estoy por contar pasó hace mucho
tiempo. Tanto tiempo que el celular era el sueño de unos pocos, y cuando
todavía había camaradería entre los futboleros, sin importar la camiseta que
llevaran, o los goles que festejaran.
***
Ya daban las dos de la tarde en el
reloj de pared rojo cuidadosamente colocado en la cocina. Este se venía
comiendo las miradas constantes de Ramón, que esperaba ansioso que la hora de
salir llegase. Mientras tanto, y sin otro objetivo que el de calmar esas
bocanadas de fuego que le revolvían el estómago de los nervios, escuchaba un
viejo CD de los Redondos que le había regalado su cuñado una navidad.
Al darse cuenta del lugar en donde,
finalmente, se habían posado las dos manecillas del reloj, se levantó de un
salto, dispuesto a comenzar la interminable odisea que desembocaría en los más jubilosos
cantos en la popular. Pero, obviamente, y como pasaba cada día de partido, no
calculó el salto y terminó con la cabeza estampada en la columna de hormigón
sin pintar.
Ya sin más preámbulo, agarra las llaves
del Torino y le grita a Marta el bendito "Me voy a la cancha".
Los árboles pasan rápidamente al
costado del auto viejo, donde la música suena un poco más alta de lo normal.
Solo pasaron diez minutos cuando llega a la casa de su hijo, César. Lo
encuentra en el patio delantero, la celeste y blanca ya puesta y unos bermudas
verdes que ya casi eran religión.
Ni una nube en el cielo, ni un auto en
las calles. Un típico domingo en zona norte.
En cinco minutos ya están los dos sentados
en el auto. El copiloto ceba mate mientras conversan apasionadamente de jugadas
históricas, de jugadores que pasaron a la historia, y de compras y ventas.
— Porque Maradona es y siempre va a ser
el más grande. No solo es cómo jugaba, cómo lograba unir el equipo. Un
verdadero capitan el pibe.
— Pero obvio viejo. Y todavía quedan
pelotudos que lo subestiman, o que creen que la gente le agranda el nombre. La
gente es boluda.
También pasan por sus bocas anécdotas
de cómo gritaron aquel 27 de diciembre del 85', cuando, finalmente, el primer
grande volvió a primera.
— Vos eras un pendejo, ocho años en este
mundo donde solo el fútbol te salva. ¿Te acordás como la vieja preparó
empanadas de carne? Pegados a la tele estábamos. Tito y Pedro habían venido
también. Ahí Pedro todavía tenía la ferretería, imaginate hace cuánto tiempo
fue...
Ir a ver el clásico de Avellaneda, “el
mejor clásico de todos, no escuches a los boluditos que dicen que Boca y River
son mejores" como Ramón le enseñaba al joven César, era una tradición que ya
estaba en las venas de los López. Generación tras generación, la pasión parecía
solamente crecer.
Ya faltaba menos para llegar a aquel
barrio que un día tuvieron que dejar por temas del laburo del abuelo Tito.
Radio Nacional pasa una ópera, casi seguro de Plácido Domingo, que el conductor
no se abstiene de cantar.
La panamericana estaba bastante suelta.
Y nada los detenía. Nada entre el partido y ellos.
Tenemos que ganar. Vamos a ganar. Hoy
Martita se levantó feliz, y ella tiene un sentido especial para estas cosas aunque
no entienda nada, intuición femenina o una de esas pelotudeces.
Entre inseguridad y nervios siguió manejando.
Ambos callados, pensando en lo que involucraba perder, en los cincuenta pesos
que le tendría que dar Cesar al dueño de la panchería de la esquina, y en las
cargadas de los compañeros del laburo.
Tal vez por coincidencia, por
casualidad, Ramón se percató de un auto parado en la banquina. A su lado un
jovencito rubio y flaquito agitaba las manos desesperado.
Ninguno de los dos pudo explicar por
qué, de la nada, un sentimiento de solidaridad brotó dentro de ellos; por qué
arriesgarían llegar tarde a la cancha por unos desconocidos, esas caras que ves
y tienen significado e impacto por unos minutos, pero de los cuales no se
acordarían cuando entonaran, casi con lágrimas en los ojos "Se eleva
majestuosa la bandera...."
— ¿Paramos viejo? — César pregunta,
ante la clara cara de indecisión del padre.
¿Acaso es esa pregunta que
desequilibra, de una vez por todas a Ramón? Porque sin decir una palabra, y sin
gesto alguno más que unos ojos con mirada firme, baja la velocidad y se
estaciona, con la baliza puesta, atrás del auto azul.
Ambos, padre e hijo, se bajaron del
auto. Mientras, el responsable del auto, escondido detrás del capot abierto
hasta el momento, se corría para saludar a los bondadosos socorristas que
habían parado a ayudar.
Hubo un momento de shock, eso es
innegable. Hubo un momento donde Ramón deseó haber hecho caso omiso a los
pobres varados, y hubo un momento donde Cesar deseó no haberle insinuado a su
padre parar.
Ambas partes, rescatados y rescatistas,
se miraron desafiantes por unos segundos que parecieron, y tal vez hasta
fueron, eternidad. Porque generalmente un diablo rojo no se deja ayudar por un
portador de la celeste y blanca. Porque un seguidor pasional de la Academia
generalmente no quiere darle una mano al Rojo.
Pero sería correcto decir que las cartas
ya estaban tiradas. Que padre e hijo no podían dar media vuelta y dejar a los
otros dos tirados en la autopista, bajo el sol sofocante que no te dejaba casi
respirar. ¿Y hasta que encontraran un teléfono socorrista; y hasta que la grúa
llegara, cuantas jugadas pasarían?
— Un gusto, soy Jorge y el es Manuel,
mi hijo— dijo el tipo con la camiseta del Rey de Copas. De paso estiro la mano,
dudoso, un poco tembloroso. Expectante.
Ramón, que en su cabeza ya había
considerado todas las opciones posibles, tuvo que hacerle caso a su instinto,
por más de que hacía tan solo minutos lo había traicionado, y sacudió
firmemente la mano del ya no tan desconocido con una sonrisa en la cara.
— Yo soy Ramón y este es mi hijo, Cesar.
Pasados los saludos faltantes y
debidos, y preguntas inútiles, porque tenían más de afirmación que de pregunta,
como el "¿van a la cancha?", se pusieron a ver el auto.
Por suerte el problema no parecía ser
muy complicado. Tan solo una batería gastada por la baliza que quedó toda la
noche funcionando sin querer. Ramón arrimó el Torino al otro auto, y rápidamente, gracias a la destreza de
Jorge, unieron con cables, que previamente reposaban en el baúl de Ramón, las baterías
de los dos autos.
Obviamente, y como era de esperar, el
auto arrancó sin problema.
Pero antes de seguir la marcha, ambos
para el mismo lado, Jorge no pudo evitar abrazar fuertemente a esa familia que
le había salvado la ida al clásico.
Cuando se subió cada uno a su auto, no
sin antes la promesa de ir en caravana, Cesar y Ramón sabían que habían tomado
la decisión correcta.
Años más tarde, porque cada día que
había un clásico la historia se volvía a repetir para la familia, cada vez un
poco más distorsionada, Ramón llegó a insinuar que ese tal Jorge con su pibito,
podrían haberlo hecho acordar a él y Cesar hacía unas décadas.
Todas esas noches, después de un
partido donde los grandes de Avellaneda se cruzan, en la cama sin sabanas,
robadas por Martita y sus pesadillas, Ramón se pregunta cómo estarán esos dos
desconocidos.
Violeta Carrera Pereyra
@VioleCarrera